lunes, 22 de junio de 2009

Zygmunt Bauman, El arte de la vida, Paidós, 2008

Corría los años 30 del siglo pasado y Stalislaw Ignacy Witkiewicz, uno de los más brillantes artistas polacos del siglo XX, andaba fascinado por un autor aún desconocido de nombre Bruno Schulz, cuya obra Las tiendas de Canela Fina debía, años más tarde, convertirle un uno de los referentes indiscutibles de la literatura polaca. La mutua admiración que se profesaron se materializó en forma de correspondencia, bruscamente interrumpida por el suicidio de Witkiewicz ante la invasión de Polonia de parte del Ejercito Rojo, y a ella debemos una de las pocas explicaciones que Shulz dedica a su obra.

Debía ser alrededor del año 1934 que Schulz, ante la pregunta ¿podría interpretar en el plano filosófico la realidad que se expresa en su obra?, anotaba: “Las Tiendas de Canela Fina dan una cierta receta de la realidad, postulando un género particular de sustancia. La sustancia de esa realidad está en estado de perpetua fermentación, se caracteriza por su ebullición continua, por la vida secreta que la habita. No hay objeto muertos, duros o limitados. Deforma y dilata cualquier cosa más allá de sus límites, no adopta una cierta forma más que para abandonarla a la primera ocasión. Un principio se manifiesta en los hábitos y maneras de ser de esta realidad: es el principio de la mascarada universal”. Será porque Zigmunt Bauman ha dedicado toda su vida a intentar desentrañar sociológicamente dicha mascarada por lo que las palabras de Schulz nos parecen extremadamente pertinentes para hablar de la sociedad líquida. Muerta la metafísica el único lenguaje que nos queda es el de la sociología y a ello debemos el auge imparable que están experimentando las obras de Bauman al menos en nuestro país desde hace apenas una década.

El sociólogo se ha convertido a día de hoy en el filósofo de la estadística, en el hermeneuta de una sociedad secularizada cuya principal característica es la fluidez. Fluidez fronteriza, fluidez psicológica, fluidez ética. Esa fluidez, tanto de los mercados monetarios, como de los estados emocionales, ha traspasado el ámbito de la metáfora y se ha convertido, para inquietud de muchos, en una realidad palpable. La cultura digital y nos nuevos usos que hacemos de la tecnología ha transformado nuestra visión del mundo, culminando en cierto sentido el sueño de Marx. No sólo se ha transformado nuestra visión del mundo sino que hemos entendido que nuestra visión es ya de por si transformadora. El mundo, la vida, el yo, todo está por hacer. “La realidad, continúa Schulz, sólo asume ciertas formas de apariencia; es para ella una broma, una simple diversión. Se es hombre o cucaracha, pero esta forma no alcanza al ser en profundidad, no es más que un papel momentáneo, una especie de corteza superficial de la que uno se desembaraza un instante después. Todo eso viene a postular un monismo extremo de la sustancia; bajo esa óptica los objetos son solamente máscaras. Para vivir debe utilizar un número ilimitado de máscaras. Esa errancia de las formas es la esencia misma de la vida”.

Ahora bien, en un mundo-teatro caracterizado por Bauman como el trasiego constante entre vasos comunicantes que conectan cada parte con el todo diluyendo así los discursos fuertes y democratizando la participación en la vida pública, ¿qué sentido tiene la vida más allá del papel que representamos cada uno de nosotros? Una vez hemos aceptado que todo el mundo tiene algo que decir y que todo lo dicho importa, ¿cómo podemos atrevernos a afirmar algo que está más allá de nosotros mismos? Ante un panorama como éste nadie podría atreverse a escribir sobre el sentido de la vida si no fuera desde un punto de vista individual. Sin embargo, lejos de arrogarse ante sus propias conclusiones, son precisamente este tipo de preguntas las que Bauman pretende abordar su último libro El arte de la vida, magníficamente editado por Paidós, en castellano y en catalàn, que continua pacientemente con la labor de acercarnos a los pensamientos de este octogenario sociólogo polaco.

No podía ser de otra manera. Ya lo decíamos antes, el sociólogo, el buen sociólogo, es el filósofo que con los datos en la mano intenta explicar aquello que ve de manera que pueda ser visto por todos. Es así que, dado el mundo en que vivimos, la pregunta por la vida solo podrá ser contestada sociológicamente. Dicho esto, ¿que mejor que preguntarnos por nuestra idea de felicidad para preguntarnos por el sentido de la vida? ¿Existe alguna pregunta que configure el mundo como lo hace la pregunta por la auto-satifacción personal actualmente? De hecho, la felicidad está en boca de todos, aunque nadie sepa definirla por completo, desde hace al menos dos mil años y así lo advierte Bauman citando a Séneca en la primera página “Vivir feliz es lo que quiere todo el mundo, pero caminamos a ciegas tratando de descubrir que es eso que hace feliz una vida”. Lejos de entender esta falta de seguridad acerca de lo que la felicidad puede significar como una barrera, Bauman emprende una aventura arqueológica tratando de mostrar cuales han sido las diversas respuestas filosóficas y sociológicas se ha dado a esta pregunta desde los tiempos de Epicteto. Desde el Financial Times, pasando por Max Scheler, Aristóteles, Pascal, Lipovetsky, Ricoeur, Rousseau o Heidegger, hasta el caso de Tom Anderson, creador de la famosa página web MySpace, Bauman retalata cómo la idea de felicidad ha pasado de ser un estado que podemos de alcanzar gracias al ejercicio de ciertas virtudes a un terreno que debemos construir de acuerdo con nuestra libertad como modernos. De estudioso, el hombre, se ha convertido en un artista de su propia vida. Condenado al libre arbitrio se trata ahora de vivir de acuerdo con las posibilidades de cada uno, aunque ello pase necesariamente por estar constantemente cambiando de papel. Según Bauman, “practicar el arte de la vida, hacer de la propia vida una obra de arte, equivale en nuestro mundo moderno líquido a mantenerse en un estado de transformación permanente, a redefinirse perpetuamente convirtiéndose en alguien diferente del que se ha sido hasta el momento”. Centrados como estamos en un discurso expansionista del ego particular, la única salida que queda es la auto-generación constante. “La destrucción creativa. Día tras día”.

Preguntándose por la felicidad, Bauman caracteriza la vida humana como una obra de arte, pero con ello no queda contestada totalmente la pregunta inicial. ¿Como universalizar esta idea de vida que estamos defendiendo? Bauman no elude las cuestiones espinosas y dedica el tercer capítulo del libro ha plantearnos su criterio. En este caso recurre a dos autores, que aparentemente no tienen nada en común, y la fusión entre ambos constituye su respuesta. Se trata de Nietzsche y Levinas, ambos dedicados a explorar las exigencias de la felicidad desde muy diversos ámbitos, que como colofón a esta obra se nos muestran complementarios.

Bauman parte de esta premisa: “todos los artistas luchan con la resistencia del material en el que desean dejar grabados sus sueños. Todas las obras de arte contienen indicios de esta lucha: de sus victorias, sus derrotas y las muchas transigencias inevitables, aunque no por ello menos vergonzosas. Los artistas de la vida y sus obras no son una excepción a esta norma. Los cinceles utilizados por los artistas de la vida en sus esfuerzos por grabar son los de su carácter”. Es aquí, en el ethos, donde Bauman encuentra un asidero para afrontar la pregunta por la vida. Un carácter que se forja a partir de la exigencia del otro (Levinas) y la exigencia de auto-promoción (Nietzsche). Un carácter que es, como no podía ser de otra manera, el punto de intersección de la libertad del ser humano.

No hay recetas para la vida al inicio de este siglo XXI, sólo una cosa es segura, estamos condenados a acostumbrarnos a lo liquido. En nuestras manos está ser capaces de encontrar referentes que nos ayuden a pensar nuestra manera de ver el mundo y este ensayo es una brillante demostración de ello.

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