A nadie le puede parecer extraño que en una guerra haya quien se dedique a identificar símbolos y captar metáforas que sirvan para diferenciar individuos. Lo suyo es el terrorismo simbólico y, siempre, en todos los conflictos, existe alguien aplicado a tales menesteres. ¿Imágenes/representaciones/eidos históricas? Todas las que uno quiera: ver caer las torres gemelas, la estatua de Gadafi entre los escombros, la vacuidad de la muerte representada por Bin Laden, seis soldados americanos plantando una bandera en Iwo Jima en 1945, Delacroix y su libertad guiando al pueblo, la guillotina y las cabezas cortadas, el águila fascista, los bonzos tibetanos y tunecís, todos los himnos y las señeras, la fragilidad humana frente a un tanque en la plaza de Tian’anmen, la caída del muro de Berlín.
La semiótica bélica es tan importante como las armas y los despliegues espectaculares porque es sobre la base de los discursos simbólicos que la práctica política se asienta y florece en el corazón de los habitantes de un país. Todo régimen, también la democracia, tiene sus símbolos, sus aliteraciones, sus juegos de lenguaje, elementos que importan mientras son capaces de sostener su significado. Hace ya algunos años Paul Ricoeur publicó un libro, La metáfora viva (Trotta: 2001), donde dice que toda metáfora, en el momento de ser dicha, muere. Que toda metáfora es, en realidad, la posibilidad de seguir creando nuevas relaciones, nuevos surcos lingüísticos gracias a los cuales el mundo no deja de expandirse y que, por tanto, en el momento en que ha cumplido con su abertura, nada queda más que su decaimiento. Lejos de lo que podría pensarse las metáforas no son de uso privativo del poeta, sino de cualquiera que haga uso de un lenguaje.
Y, en efecto, no podemos menos que atribuir al arte de la política este mismo principio. Un ejemplo clásico: los bárbaros, aquellos que, onomatopéyicamente, no hablan como nosotros, sino que balbucean. Los mismos que ahora llamamos vagabundos, diferentes, inadaptados, asociales. Toda discriminación sabe muy bien la importancia del lenguaje para segmentar la realidad, para jerarquizarla, para establecer un orden. Y es por ello que la guerra, lingüísticamente planteada, también es importante. O al menos eso es lo que parece haber entendido el profesor de Teoría Cultural en la Universidad de Manchester, Terry Eagleton.
Tras abrazar el marxismo católico con el fervor de un buen creyente (aún no hay libro, conferencia o declaración pública en la que no mencione, ni que sea quedamente, las virtudes del viejo, pero imprescindible, Das Kapital) el profesor Eagleton fue decepcionándose con los años. La banalización en el uso de ciertas categorías por parte de ciertos segmentos políticos, palabras como “ideología”, “progresismo”, “socialismo” o la misma “izquierda” enervó tanto al de Salford que durante dos décadas de estudios, podemos citar: Ideología. Una introducción, La función de la crítica o Walter Benjamin o hacia una estética revolucionaria, se propuso abrir el arco simbólico de la izquierda de manera que ésta pudiese “ampliar sus perspectivas teoréticas y extender el circuito estrecho y repetitivo de las preocupaciones que suelen absorberla”.
Ahora Trotta recoge dicho testigo y publica Dulce violencia. La idea de lo trágico, un libro que, junto a la primera referencia del inglés en dicha editorial, La estética como ideología (2006), nos da muestras de la cruzada simbólica que el terrible Terry Eagleton, tal y cómo le denominó en cierta ocasión el príncipe Carlos de Inglaterra según los traductores Ramón del Castillo y Germán Cano, responsables del segundo volumen que hemos citado, lleva lidiando hace ya algunos años.
Ambas referencias responden a una misma lógica. La lógica de alguien que, conociendo la historia de la cultura europea al dedillo, recordemos que Eagleton fue, antes de llegar a Manchester, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, intenta recuperar la carga simbólica que subyace bajo la literatura de la ideas estéticas, una carga susceptible de reapropiación, transfiguración, deconstrucción por parte de una intelectualidad (la de la izquierda) huérfana hoy de símbolos y figuras retóricas.
Así, en La estética como ideología, observamos uno por uno, todos los mecanismos ético-políticos que descansan, desde Shaftesbury hasta Adorno, en el discurso estético y que, según Eagleton, “constituyen el meollo de la lucha de la clase media por alcanzar la hegemonía política. La construcción de la noción moderna de artefacto estético no se puede por tanto desligar de la construcción de las formas ideológicas dominantes de la sociedad de clases moderna, así como, en realidad, de toda una nueva forma de subjetividad humana apropiada a ese orden social. Es este fenómeno el que provoca que lo estético desempeñe una función tan singular dentro de la herencia intelectual de nuestro presente”.
Y no es el único que lo dice. Ya en los años sesenta, con la irrupción en el panorama filosófico de una obra capital cómo Verdad y Método, se nos advertía de la operación de deslegitimación del discurso estético llevada a cabo por la Crítica a la facultad de juzgar de Kant. Una operación en la que el discurso del arte quedaba sumido bajo un paradigma naturalista que poco margen ofrecía a la creación humana y sus inquietudes mundanas. Pocos años más tarde, Raymond Williams, que a juzgar por la devoción con la que Eagleton trata sus ideas, debe ser considerado el verdadero referente del autor en estos temas, también hizo de su lectura materialista de la historia una lectura cultural.
Así que tomando estos ejemplos como un impulso, el volumen se atreve con algunas de las principales figuras del pensamiento europeo, como son, Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche o Freud. Escuchemos algunas de sus conclusiones, por ejemplo, sobre la política del ser de Martin Heidegger. Dice así, “si Heidegger es capaz de despachar la estética, esto sólo es porque, en realidad, ya la ha universalizado, al haber transgredido las fronteras entre el arte y la existencia a modo de parodia reaccionaria de la avant garde. Liberada de su especializado enclave, la estética puede desplegarse ahora sobre el conjunto de la realidad: el arte es lo que permite que las cosas se muestren en su verdad esencial, y por ello es idéntico al mismo movimiento del Ser”.
El arte, la estética, representa, en todos los textos analizados, el movimiento ontológico que permite, según Eagleton, a ciertas ideas éticas, políticas o metafísicas encarnarse, tomar forma, e influir en la realidad social del hombre. Esa es su importancia ideológica y el campo de estudio del inglés. Ahora bien, para que podamos tomar conciencia del poder necesario para subvertir los discursos ideológicos hace falta ir una a una, tallando las categorías estéticas que más han influido en el desarrollo de la conciencia social de Occidente. Una de esas categorías, sin duda, de las más importantes, es la idea de lo trágico. Y a ella dedica Eagleton el segundo de los títulos traducidos por Trotta.
Traducido esta vez por Javier Alcoriza y Antonio Lastra Dulce violencia defiende directamente que “determinados aspectos de la tragedia atraviesan la ortodoxia cultural de la izquierda”. Se hace necesario por tanto, de acuerdo al programa que antes esbozábamos, destripar, desgajar, todos y cada uno de los frutos que nos ofrece la “profundidad embarazosamente portentosa” de esta figura teatral acuñada por Aristóteles a fin de ver cual es su influencia en las “estructuras permanentes del ser genérico del hombre, entre las que se cuenta la realidad del sufrimiento”.
Pero desentrañar del carácter trágico del hombre en el mundo requiere una interpretación extensa de las diversas formas que existen de caracterizarla. Así, a grandes rasgos, Eagleton divide esta interpretación entre posmodernos conservadores y liberales reformistas, defendiendo que ambos desprecian la tragedia desde un punto de vista común, el idealismo. Al otro lado de la dicotomía se sitúan, ni más ni menos, el marxismo y el cristianismo, dos figuras históricas realistas que aceptan el valor de la agonía sin idealizarlo como paso necesario para el progreso social.
Siguiendo por esta senda, prosigue la obra desmenuzando algunos de los elementos clásicos que rodean la tragedia: la negatividad de la dialéctica, el papel del héroe, la predestinación y la justicia, el placer del dolor y de la piedad, el pacto con el diablo. Sobre éste último leemos: “la modernidad capitalista es, en efecto, una caída; pero como la más interesante caída, ha sido hacia arriba antes que hacia abajo, una liberación de energía humana que también la ratificó. Es una lección de la intimidad incestuosa del trato con la muerte y el aumento de la vida, y el mito que codifica esta dualidad de manera más seductora para el periodo moderno es la fábula de Fausto. El pacto con Mefistófeles es el precio que pagamos por el progreso”.
En efecto, este movimiento muestra claramente los fundamentos de la humanidad primermundista, la cual no existiría si no hubiera una tragedia subdesarrollada que la sostuviese. Y con ello el carácter trágico de la liberación por el progreso. Un progreso, que en términos burgueses, fue adquiriendo cada vez más derechos y más garantías hasta toparse con un techo que todo lo absorbió: el capitalismo. Comprender la dialéctica trágica del presente nos permite “honrar la belleza y el idealismo, mientras reconocemos cuánta sangre y sufrimiento yacen en su raíz”.
Pero únicamente será posible de esta manera pasar de la adoración y el yugo a la preocupación por el otro, también sufriente, si la auténtica izquierda política es capaz de ver en la tragedia su carácter revolucionario. Su carácter transformador. Darse al sacrificio por el mero sufrimiento es tan estéril como pensar que el mal en el mundo es la ausencia de bien. “Transformar al sujeto no supone querer deshacerse de la objetivida, sino insistir en sus implicaciones hasta el final. En este sentido hay un vínculo interno entre virtud y materialismo”.
Resistir, luchar, enfrentarse a las formas de tiranía contemporáneas pasa por corporeizar la tragedia y sentir como su dulce violencia nos va rompiendo cada vez que intentamos algo recordándonos que la naturaleza humana es imperfecta y que por ello vale la pena luchar por ella.
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