martes, 2 de abril de 2013

Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro. Paidós, 2012

En una sociedad impregnada por la inmediatez, el afán de lucro y la falta de reflexión es normal que la gente crea que vivimos en un estado de violencia permanente. Los medios de comunicación así nos lo indican. No hay periódico, telediario, programa de radio, que no se centre en algún tipo de violencia, sea ésta real o simbólica. Vivimos en un estado de excitación constante, amenazados por nuestros propios miedos, bombardeados por un enfermizo odio que todo promete y nada sacia.

No hay espacio para la meditación en un mundo postmoderno, no hay momento para la paz interior. Vivimos en una tragedia constante. La tragedia de no saber, mediante la distancia consciente, coger las bridas de nuestras vidas y conducirla hacia un destino sereno, cargado de sentido y de sencillez madura. Y una prueba de ello es el rechazo, casi instintivo, que produce la tesis del último libro de Steven Pinker: la historia del mundo es una historia de pacificación. Una evolución no planeada desde la barbarie hasta la armonía cósmica entre el mundo, el universo y Dios, ese gran desconocido que cuanto menos nos recuerda la pequeñez de nuestros deseos, la singularidad de nuestros sentimientos, la prepotencia de nuestra razón.

Pero que nadie se equivoque, el libro de Pinker no puede ser tratado desde un punto de vista metafísico, lo suyo es la ciencia pura y dura, demostración y estadística, con todas las pre-concepciones que esconde la ciencia, eso sí. Ahora bien, solo un tonto pondría en duda el arsenal de datos que esta nueva obra nos ofrece. Publicada en 2011 y dirigida por el inmenso John Brockman (www.edge.org) Paidós nos la ofrece ahora en tapa dura, una maquetación deliciosa y con el peso que una investigación de este calibre se merece.

La tesis es muy sencilla: “quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie”. Lejos quedan, según Pinker, los adoradores de la violencia. Nadie en su sano juicio puede pensar en las prácticas que describe el Marqués de Sade en su Juliette o Isidore Ducasse en Los cantos de Maldoror como prácticas aceptables moralmente hoy en día, ni siquiera como sublimación de los instintos más oscuros. Y no hablar de todo el arsenal torturador desarrollado en la época cristiana para castigar a los impíos. Como ejemplo, me voy a conceder recordar los castigos que el papa Gregorio I en el 590 d. C. propuso para aquel que sucumbiera a algunos de los siete pecados capitales. Para los soberbios: quebrarlos en la rueda, para los envidiosos: introducirlos en agua congelada, para los golosos: forzarles a comer ratas, sapos y serpientes, para los lujuriosos: asfixiarlos en fuego y azufre, para los iracundos: desmembrarlos vivos, para los avariciosos: meterlos en calderos de aceite hirviendo, para los perezosos: arrojarlos a un foso con serpientes. Así nos lo recuerda Pinker reconociendo, como no, que no hay creyente cristiano de hoy que acepte este tipo de prácticas, prácticas que, por otro lado, duraron como mínimo diez siglos.

Es por ello que podríamos decir que este libro tiene una doble intencionalidad: por un lado, evidenciar la violencia extrema a la que han estado sometidas las gentes en tiempos pasados y, por otro, demostrar como hoy en día ciertos ámbitos medibles y escalados, como son la familia, el barrio, los pueblos y los países y estados han reducido drásticamente aquello que en los últimos tiempos los había mantenido cohesionados, esto es, el uso de la violencia. Mediante la explicación de eso que él llama los cinco demonios interiores, a saber, la violencia depredadora, el dominio, la venganza, el sadismo y la ideología, y su contraste, esto es, los cuatro mejores ángeles: la empatía, el autocontrol, el sentido moral y la facultad de razonar, Pinker se da cuenta de que es posible sistematizar cinco fuerzas históricas, que no son otras que el Leviatán, el comercio, la feminización, el cosmopolitismo y la escalera mecánica de la razón como causas que han permitido al hombre acercarse cada vez más a esa paz perpetua de la que Kant ya alababa las bonanzas a finales del XVIII.

Todas, absolutamente todas, las cifras le dan la razón. Desde la perspectiva de la desmilitarización, del porcentaje de guerra territoriales, del crecimiento de la democracia en el mundo, del índice de muertes en combate, de la letalidad de las guerras civiles e interestatales, de los índices de violación y homicidio (en EE. UU.), hasta de la aprobación de las bofetadas del marido a la esposa, por citar unos pocos ejemplos. Todas ellas nos indican con meridiana claridad el descenso no solo de la violencia, sino de un fenómeno mucho más importante, la aceptación social de la misma.

La pregunta entonces que debemos hacernos es la siguiente: ¿por qué pese a la evidencia científica (me veo totalmente incapaz de refutar un aparato crítico tan extenso) nos empeñamos en seguir creyendo que la violencia sigue siendo una fuerza intocable, que rige nuestros destinos como civilización? ¿Por qué es tan difícil encontrar una portada en la que se destaque alguna forma de paz por encima del conflicto y la guerra, pese a que estas cada vez son más frecuentes? El único comentario que podría añadir al libro de Pinker y que parece que éste no ha tenido en cuenta es que, tal vez, la violencia no sea el instinto primordial y sí, en cambio, el morbo, el miedo y la insatisfacción que genera el mundo que hemos creado.

Ha llegado el momento en que la humanidad está en condiciones de transgredir la violencia y, sin embargo, parece que seamos incapaces de aceptarlo. Y eso que existen ya algunos ejemplos que nos indican que es posible. Para quien no me crea, véase el documental sobre Marina Abramovic The artist is present, donde se recorre uno de los más fascinantes viajes interiores al alma humana que un artista haya conseguido plasmar a través del arte. Fíjense entonces en su última obra, una mesa, dos sillas y un espejo humano que desvela la interioridad del otro a través del amor y la comprensión. Abramovic es una artista que en su momento llegó a mutilarse las carnes para mostrar la corruptibilidad del cuerpo, que magulló su cuerpo contra su amante para demostrar la soledad que todos llevamos dentro, pero que, como colofón a toda una vida, nos plantea un último interrogante que va más allá de la violencia: sentada delante de todo aquel que lo quisiese, tan solo con un vestido, sus ojos, su arma era tan solo la expresión, la expresión de la conciencia. El resultado es evidente: tras un tiempo de resistencia, la mayoría de los visitantes no pudieron resistirse al llanto. Y allí estaba ella, impertérrita, conectándonos a la fuente de la fortaleza: γνῶθι σεαυτόν (conócete a ti mismo).

No cabe duda de que a lo largo de la historia es posible recurrir a ciertas figuras inspiradoras que, poniendo en juego su humanidad en contra de una injusticia, de una violencia, han conseguido mostrar que la paz es posible. Hablamos de Gandhi, de Rosa Parks, de la desobediencia civil pacífica, fenómenos mucho más fuertes que los ejércitos, mucho más inspiradores que las armas, mucho más punzantes que cualquier misil. No hay que olvidar, y a ello dedica una buena parte del libro Pinker, que el uso de la no-violencia y de la desobediencia civil ha conseguido que los homosexuales, los negros, los niños, las mujeres y demás “apestados” por la sociedad hayan sido plenamente aceptados, reconocidos y respetados en toda su complejidad y riqueza.

Por todo ello se hace necesario, y en esto coincido plenamente con Pinker, desmitologizar la historia, vaciarla de todos sus aspectos nostálgicos e idealistas, ya que solo así empezaremos a aceptar que detrás de los pueblos indígenas se esconde un número de muertes mayor al de las guerras mundiales o que detrás de figuras hoy heroicas como el rey Arturo se esconden un sinfín de mutilaciones, violaciones y trofeos de guerra. No nos podemos permitir el lujo de vivir del mito, y menos cuando éste no nos deja valorar correctamente nuestro presente. Así que hace falta ser valientes y recononcer lo que tenemos delante. Solo así podremos superar nuestros prejuicios y darnos cuenta de que el mundo en que vivimos es un lugar en el que merece la pena vivir y por el que vale la pena esforzarnos. Como el propio Pinker nos dice, “cuando uno se hace consciente del declive de la violencia, el mundo comienza a tener otro aspecto”. Seamos entonces consecuentes y arranquémonos los ojos, pero no como Edipo para dejar de ver la desgracia cayendo sobre él, sino al contrario, para dejar de mentirnos. Solo así podremos seguir apaciguando el mundo en que vivimos y forjando un futuro más humano para las generaciones que vienen. 


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