Opinar sobre la adhesión
de Martin Heidegger al partido nazi es entrar en uno de los terrenos
más profundos y peligrosos de la filosofía contemporánea. Es por
ello que si decidimos transcurrir por esta senda lo mejor que podemos
hacer es recurrir a las experiencias personales, a la primera
persona, al contacto directo con este enorme pensador, en vez de
dejarnos llevar por las distintas corrientes que califican su
pensamiento. Tal es el caso de Heinrich Wiegand Petzet, un estudioso,
un admirador y un amigo personal de Martin Heidegger. Sus vidas se
entrecruzaron en muchas ocasiones, suya fue la responsabilidad de
custodiar una enorme cantidad de manuscritos que Heidegger envió a
su casa familiar ante el miedo de que fueran destruidos por los
aliados una vez le retiraron la autorización para enseñar, como
también la fue el propiciar el primer encuentro con otra figura no
menos impresionante, Eduardo Chillida, a propósito de la Documenta
IV de Kassel.
Varias fueron las veces
en que la familia Heidegger acudió al hogar familiar de Petzet en
Bremen donde, según él mismo, se sentía como en casa. Fruto de
estos sentimientos, y de la ayuda mutua que se profesaron las dos
familias, acabó por entablarse una estrecha amistad entre ellas,
algo que demuestra la afectuosa carta que envió el filósofo a
propósito de la muerte de la madre. Es así que empezamos a
comprender que la admiración de Petzet quedara intacta también
después de la guerra. Una admiración no exenta de crítica que pone
de relevancia algunas opiniones importantes acerca de su estancia en
el rectorado. Una estancia que, años más tarde, Heidegger
explicaría, literalmente, como la estupidez más grande de su vida
(55).
Una estupidez, sin
embargo, que tuvo, según Petzet, una clara motivación: la
transformación de la universidad y de la filosofía en el seno de
una nueva era para la humanidad. Si bien es fácil para aquellos
dados a la crítica superficial decir que, una vez sucedida la
barbarie, a nadie le extraña que Heidegger se arrepintiese, Petzet,
lejos de sumarse a esta opinión, explica claramente a qué se
referían exactamente las aspiraciones heideggerianas, “Heidegger
expulsaba definitivamente el concepto humanista de universidad,
surgido de las ideas de la gran burguesía del siglo XIX. Reconducía
la “ciencia” a su suelo original -la filosofía griega-, y con
ello a un rigor en la interrogación que nada tenía que ver con el
enciclopedismo fragmentado o con la frugal especialización” (43).
Escrito de manera
deliciosa el volumen de Petzet se sabe prematuro. “Es demasiado
pronto para pretender escribir una biografía de Martin Heidegger”,
nos dice. Así que su intención es otra, reunir, mostrar, enseñar,
las cartas, las vivencias y algunas anécdotas “aparentemente sin
importancia”, que abarcan casi medio siglo de la vida de Heidegger,
intentando por todos los medios “reconstruir los contornos, en
especial de la segunda mitad, de la vida del filósofo” (15). De
esta manera, Petzet relata la vuelta a la vida de conferenciante de
Heidegger tras la guerra, primero en Bremen, después en Bühñerhöhe
y, finalmente, en la Academia de Munich, unas conferencias seguidas
por devoción por algunos y criticadas en público por otros. Es la
época de Caminos de bosque y
de las reflexiones sobre la técnica que precedieron a la nueva
mitología basada en Hölderling y la poesía, unos momentos en los
que Heidegger se mostraba abierto a compartir de nuevo su pensamiento
“con la juventud”, una juventud que por otra parte no acababa de
convencerle filosóficamente hablando. “Las aulas repletas no me
ilusionan en lo más mínimo, ya que hace un semestre estoy
presenciando el fracaso de un importante seminario”, escribe en la
primavera de 1952.
Es
precisamente a partir de 1952 que Petzet abre un nuevo capítulo en
su libro. Y lo hace para recuperar las notas tomadas después de sus
charlas con Heidegger, fueran éstas en Icking, en Munich, en
Friburgo o en la Selva Negra, donde se encuentra la famosa cabaña
por la que discurrieron algunas de las ideas más penetrantes del
siglo XX. Destacan por ejemplo las impresiones acerca del ánimo del
filósofo escritas el 24 de abril de 1952, “Heidegger está muy
nervioso. Asomos de irritación. La persistencia de los rastreros
ataques que lo tienen como blanco, junto con la frecuente
incomprensión de las personas más próximas, lo abaten. Amargas
palabras contra el periodismo” (110). Años más tarde, en 1959,
anota algunas palabras literales de Heidegger que nos muestran aún
una clara preocupación acerca del mismo tema. “No se puede hacer
nada, Petzet. Incluso si uno se defiende, llega tarde y ya ha quedado
en el papel del simple. Quieren lograr que me achique, o, mejor
dicho, derribar el pensamiento. Pero no lo lograrán...” (115).
Destaca
la narración que Petzet hace de la famosa entrevista en el Spiegel.
Gracias al libro descubrimos que fue él quien acompañó a Heidegger
en esa entrevista, “como su segundo”. Una entrevista realizada el
23 de septiembre de 1966, diez años antes de su publicación.
Descubrimos también que la actitud de Heidegger al llegar los
periodistas fue de “extrema tensión”, no menos que las tres
horas que paso la Sra. Heidegger esperando tras la puerta hasta su
finalización. Petzet no entra en los detalles de la entrevista y se
limita a recordar que la gran frase de la entrevista: “solo un Dios
puede salvarnos” apenas fue percibida en su significado crucial por
el periodista, a quien tuvo que animar para que la incluyera en el
texto final.
A
partir de aquí el libro se convierte en una especie de mosaico
poblado de numerosos personajes. En el apartado de encuentros: Egon
Vietta, Erhart Kästner, Ludwig von Ficker, Clara Rilke, Herta
Koenig, el inspirado Jean Beaufret, el poeta Andrei Voznesensky o el
párroco Paul Habler. En el apartado de artistas: Paula
Becker-Modernsohn, Heinrich Vogeler, Van Gogh, Cézanne, Picasso,
Bracque o Paul Klee. La gracia de Petzet en este caso es que no
importa si estos personajes estaban vivos o muertos en ese momento,
tampoco que que la primera paseada ante la tumba de la pintora Paula
Becker-Modernsohn fuera acompañada por la familia Petzet o que fuera
el mismo Petzet el que propiciara el diálogo entre Clara Rilke y el
filósofo en Todtnauberg, a quien dedicara la conferencia Ciencia
y meditación. El narrador se limita a mostrar algunas de las
claves a través de las cuales Heidegger dialogó con todos estos
creadores para darnos a entender la importancia que tuvo cada uno en
la configuración de su pensamiento.
Sorprende
asimismo, por la claridad con que retrata a su estimado maestro, la
anécdota que Petzet utiliza para caracterizar la relación de
Heidegger con los griegos: “De improviso el desconocido tomó a
(Carl) Orff de las manos, exclamando: ¡Le agradezco por haber
resucitado la tragedia antigua! Mi nombre es Heidegger!” (212).
Efectivamente, la música que el compositor trabajó para la
representación de la Antígona de Sófocles no puede dejar
indiferente a nadie. En ella, los rudos sonidos que componen las
escenas nos transportan hacia terrenos primigenios, cuya íntima
intención conecta con el espíritu que puebla las obras
heideggerianas.
Llegamos
así al final de una vida trazada por la polémica. Una vida que
propició a quien la vivió no poca amargura. Incomprendido,
Heidegger confiesa que “el paso de los años me ha hecho ver con
claridad que sigue siendo imposible hacerse entender en el ámbito de
las nociones de la opinión actual” (288), confirmando así la
distancia que con la que debemos juzgarlo o el sentido atemporal de
su esfuerzo filosófico.
Quisiéramos
aportar, y ya para terminar, una anécdota que recuerda George
Steiner en su diálogo con Antoine Spire, que dice así. En la
celebración del centenario de Hans Georg Gadamer, sin duda, el
discípulo más aventajado de cuantos tuviera Heidegger, y ante la
insistencia de la pregunta acerca del nazismo heideggeriano, Gadamer
dirigió a a los asistentes una sentencia, que quedaría para siempre
grabada en el imaginario de todos. “De Martin Heidegger solo se
puede decir una cosa, que fue el más grande de los pensadores y la
mas pequeña de las personas”. Dudamos seriamente de que Gadamer
haya formulado estas palabras ante un auditorio, siendo como era un
hombre de tímidas opiniones personales. Sin embargo, daremos por
válida la imaginación de Steiner porque quizás sea ésta, la
imaginación, la única con la que contamos para aclarar cuales
fueron las verdaderas intenciones de Heidegger durante su vida. La
imaginación y documentos como este libro, que en su discreto pero
impecable seguimiento del filósofo nos ayudan a transcurrir las
sendas trazadas por su vida y su filosofía.
Francamente, me cuesta ver por qué la adhesión de Heidegger al partido nazi sea "uno de los terrenos más profundos y peligrosos de la filosofía contemporánea". Y no debería ser terreno de opinión, sino de análisis. Y el análisis no puede contentarse con la justificación retrospectiva del interesado, que se erigiría así en juez y parte. Todo el texto del señor Palazzi transpira admiración por el "enorme pensador" Heidegger, e intenta inculcar al lector la perspectiva de un hombre que vivió la carga de su pasado "con no poca amargura" e "incomprendido". De este modo se escamotea todo análisis real de la toma de partido de Heidegger por el nacional-socialismo, que hoy no debería medirse por las intenciones de sus partidarios, sino por sus consecuencias materiales. Un pensador que, tras tomar partido por el nacional-socialismo, no dudó en equiparar la fabricación de cadáveres y cámaras de gas con la motorización de la industria alimentaria, merecería otro juicio que el elogio apologético. También debería suscitar algunas preguntas el hecho de que en 1933, en medio de una devastadora crisis económica mundial y ante el intento teutónico de deshacerse de los yugos de Versalles, un "gran pensador" no fuera capaz de ver en el nacional-socialismo nada más que el fin del "concepto humanista de universidad". Frente a este tipo de reverencias al mundo de la cultura y de los grandes y "profundos" pensadores, sigue valiendo la frase de Samuel Beckett: "Es más fácil erigir un templo que hacer descender el objeto de culto".
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