miércoles, 10 de octubre de 2012

Heinrich Wiegand Petzet, Encuentros y diálogos con Martin Heidegger (1929-1976)

Opinar sobre la adhesión de Martin Heidegger al partido nazi es entrar en uno de los terrenos más profundos y peligrosos de la filosofía contemporánea. Es por ello que si decidimos transcurrir por esta senda lo mejor que podemos hacer es recurrir a las experiencias personales, a la primera persona, al contacto directo con este enorme pensador, en vez de dejarnos llevar por las distintas corrientes que califican su pensamiento. Tal es el caso de Heinrich Wiegand Petzet, un estudioso, un admirador y un amigo personal de Martin Heidegger. Sus vidas se entrecruzaron en muchas ocasiones, suya fue la responsabilidad de custodiar una enorme cantidad de manuscritos que Heidegger envió a su casa familiar ante el miedo de que fueran destruidos por los aliados una vez le retiraron la autorización para enseñar, como también la fue el propiciar el primer encuentro con otra figura no menos impresionante, Eduardo Chillida, a propósito de la Documenta IV de Kassel.

Varias fueron las veces en que la familia Heidegger acudió al hogar familiar de Petzet en Bremen donde, según él mismo, se sentía como en casa. Fruto de estos sentimientos, y de la ayuda mutua que se profesaron las dos familias, acabó por entablarse una estrecha amistad entre ellas, algo que demuestra la afectuosa carta que envió el filósofo a propósito de la muerte de la madre. Es así que empezamos a comprender que la admiración de Petzet quedara intacta también después de la guerra. Una admiración no exenta de crítica que pone de relevancia algunas opiniones importantes acerca de su estancia en el rectorado. Una estancia que, años más tarde, Heidegger explicaría, literalmente, como la estupidez más grande de su vida (55).

Una estupidez, sin embargo, que tuvo, según Petzet, una clara motivación: la transformación de la universidad y de la filosofía en el seno de una nueva era para la humanidad. Si bien es fácil para aquellos dados a la crítica superficial decir que, una vez sucedida la barbarie, a nadie le extraña que Heidegger se arrepintiese, Petzet, lejos de sumarse a esta opinión, explica claramente a qué se referían exactamente las aspiraciones heideggerianas, “Heidegger expulsaba definitivamente el concepto humanista de universidad, surgido de las ideas de la gran burguesía del siglo XIX. Reconducía la “ciencia” a su suelo original -la filosofía griega-, y con ello a un rigor en la interrogación que nada tenía que ver con el enciclopedismo fragmentado o con la frugal especialización” (43).

Escrito de manera deliciosa el volumen de Petzet se sabe prematuro. “Es demasiado pronto para pretender escribir una biografía de Martin Heidegger”, nos dice. Así que su intención es otra, reunir, mostrar, enseñar, las cartas, las vivencias y algunas anécdotas “aparentemente sin importancia”, que abarcan casi medio siglo de la vida de Heidegger, intentando por todos los medios “reconstruir los contornos, en especial de la segunda mitad, de la vida del filósofo” (15). De esta manera, Petzet relata la vuelta a la vida de conferenciante de Heidegger tras la guerra, primero en Bremen, después en Bühñerhöhe y, finalmente, en la Academia de Munich, unas conferencias seguidas por devoción por algunos y criticadas en público por otros. Es la época de Caminos de bosque y de las reflexiones sobre la técnica que precedieron a la nueva mitología basada en Hölderling y la poesía, unos momentos en los que Heidegger se mostraba abierto a compartir de nuevo su pensamiento “con la juventud”, una juventud que por otra parte no acababa de convencerle filosóficamente hablando. “Las aulas repletas no me ilusionan en lo más mínimo, ya que hace un semestre estoy presenciando el fracaso de un importante seminario”, escribe en la primavera de 1952.

Es precisamente a partir de 1952 que Petzet abre un nuevo capítulo en su libro. Y lo hace para recuperar las notas tomadas después de sus charlas con Heidegger, fueran éstas en Icking, en Munich, en Friburgo o en la Selva Negra, donde se encuentra la famosa cabaña por la que discurrieron algunas de las ideas más penetrantes del siglo XX. Destacan por ejemplo las impresiones acerca del ánimo del filósofo escritas el 24 de abril de 1952, “Heidegger está muy nervioso. Asomos de irritación. La persistencia de los rastreros ataques que lo tienen como blanco, junto con la frecuente incomprensión de las personas más próximas, lo abaten. Amargas palabras contra el periodismo” (110). Años más tarde, en 1959, anota algunas palabras literales de Heidegger que nos muestran aún una clara preocupación acerca del mismo tema. “No se puede hacer nada, Petzet. Incluso si uno se defiende, llega tarde y ya ha quedado en el papel del simple. Quieren lograr que me achique, o, mejor dicho, derribar el pensamiento. Pero no lo lograrán...” (115).

Destaca la narración que Petzet hace de la famosa entrevista en el Spiegel. Gracias al libro descubrimos que fue él quien acompañó a Heidegger en esa entrevista, “como su segundo”. Una entrevista realizada el 23 de septiembre de 1966, diez años antes de su publicación. Descubrimos también que la actitud de Heidegger al llegar los periodistas fue de “extrema tensión”, no menos que las tres horas que paso la Sra. Heidegger esperando tras la puerta hasta su finalización. Petzet no entra en los detalles de la entrevista y se limita a recordar que la gran frase de la entrevista: “solo un Dios puede salvarnos” apenas fue percibida en su significado crucial por el periodista, a quien tuvo que animar para que la incluyera en el texto final.

A partir de aquí el libro se convierte en una especie de mosaico poblado de numerosos personajes. En el apartado de encuentros: Egon Vietta, Erhart Kästner, Ludwig von Ficker, Clara Rilke, Herta Koenig, el inspirado Jean Beaufret, el poeta Andrei Voznesensky o el párroco Paul Habler. En el apartado de artistas: Paula Becker-Modernsohn, Heinrich Vogeler, Van Gogh, Cézanne, Picasso, Bracque o Paul Klee. La gracia de Petzet en este caso es que no importa si estos personajes estaban vivos o muertos en ese momento, tampoco que que la primera paseada ante la tumba de la pintora Paula Becker-Modernsohn fuera acompañada por la familia Petzet o que fuera el mismo Petzet el que propiciara el diálogo entre Clara Rilke y el filósofo en Todtnauberg, a quien dedicara la conferencia Ciencia y meditación. El narrador se limita a mostrar algunas de las claves a través de las cuales Heidegger dialogó con todos estos creadores para darnos a entender la importancia que tuvo cada uno en la configuración de su pensamiento.

Sorprende asimismo, por la claridad con que retrata a su estimado maestro, la anécdota que Petzet utiliza para caracterizar la relación de Heidegger con los griegos: “De improviso el desconocido tomó a (Carl) Orff de las manos, exclamando: ¡Le agradezco por haber resucitado la tragedia antigua! Mi nombre es Heidegger!” (212). Efectivamente, la música que el compositor trabajó para la representación de la Antígona de Sófocles no puede dejar indiferente a nadie. En ella, los rudos sonidos que componen las escenas nos transportan hacia terrenos primigenios, cuya íntima intención conecta con el espíritu que puebla las obras heideggerianas.

Llegamos así al final de una vida trazada por la polémica. Una vida que propició a quien la vivió no poca amargura. Incomprendido, Heidegger confiesa que “el paso de los años me ha hecho ver con claridad que sigue siendo imposible hacerse entender en el ámbito de las nociones de la opinión actual” (288), confirmando así la distancia que con la que debemos juzgarlo o el sentido atemporal de su esfuerzo filosófico.

Quisiéramos aportar, y ya para terminar, una anécdota que recuerda George Steiner en su diálogo con Antoine Spire, que dice así. En la celebración del centenario de Hans Georg Gadamer, sin duda, el discípulo más aventajado de cuantos tuviera Heidegger, y ante la insistencia de la pregunta acerca del nazismo heideggeriano, Gadamer dirigió a a los asistentes una sentencia, que quedaría para siempre grabada en el imaginario de todos. “De Martin Heidegger solo se puede decir una cosa, que fue el más grande de los pensadores y la mas pequeña de las personas”. Dudamos seriamente de que Gadamer haya formulado estas palabras ante un auditorio, siendo como era un hombre de tímidas opiniones personales. Sin embargo, daremos por válida la imaginación de Steiner porque quizás sea ésta, la imaginación, la única con la que contamos para aclarar cuales fueron las verdaderas intenciones de Heidegger durante su vida. La imaginación y documentos como este libro, que en su discreto pero impecable seguimiento del filósofo nos ayudan a transcurrir las sendas trazadas por su vida y su filosofía. 

 

1 comentario:

  1. Francamente, me cuesta ver por qué la adhesión de Heidegger al partido nazi sea "uno de los terrenos más profundos y peligrosos de la filosofía contemporánea". Y no debería ser terreno de opinión, sino de análisis. Y el análisis no puede contentarse con la justificación retrospectiva del interesado, que se erigiría así en juez y parte. Todo el texto del señor Palazzi transpira admiración por el "enorme pensador" Heidegger, e intenta inculcar al lector la perspectiva de un hombre que vivió la carga de su pasado "con no poca amargura" e "incomprendido". De este modo se escamotea todo análisis real de la toma de partido de Heidegger por el nacional-socialismo, que hoy no debería medirse por las intenciones de sus partidarios, sino por sus consecuencias materiales. Un pensador que, tras tomar partido por el nacional-socialismo, no dudó en equiparar la fabricación de cadáveres y cámaras de gas con la motorización de la industria alimentaria, merecería otro juicio que el elogio apologético. También debería suscitar algunas preguntas el hecho de que en 1933, en medio de una devastadora crisis económica mundial y ante el intento teutónico de deshacerse de los yugos de Versalles, un "gran pensador" no fuera capaz de ver en el nacional-socialismo nada más que el fin del "concepto humanista de universidad". Frente a este tipo de reverencias al mundo de la cultura y de los grandes y "profundos" pensadores, sigue valiendo la frase de Samuel Beckett: "Es más fácil erigir un templo que hacer descender el objeto de culto".

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