¿Qué sentido tiene
estudiar la tragedia griega en pleno siglo XXI? ¿Por qué deberíamos
tomarnos en serio aún a esa tríada de magníficos escritores,
Esquilo, Sófocles y Eurípides, que supieron plasmar con sus obras
el universo moral griego a partir de la matanza, la violación, el
robo o el rapto? Simon Critchley lo tiene claro y así lo
demuestra en un pequeño volumen recién traducido por Trotta que
lleva por título Tragedia y modernidad: “En
un mundo definido por la velocidad incesante y la aceleración
constante de los flujos de información que promueven la amnesia y la
inagotable sed por el futuro inmediato, la tragedia es una manera de
tirar del freno de emergencia”.
Volver la mirada hacia el
pasado con la intención de encontrar respuestas a los interrogantes
que nos atormentan representa un desafío para un presente que solo
sabe mirar al futuro. He aquí una de las claves que ha llevado al
autor de Muy poco... casi nada
a devorar, anotar, sintetizar, la obra del último de los trágicos,
el más denostado, Eurípides.
En
una especie de analogía secularizada el texto de Critchley, que en
realidad es la síntesis de una investigación mucho más ámplia aún
pendiente de publicación, defiende desde el primer momento que aún nos queda mucho que aprender de la actitud con la que el mundo griego se
relacionaba con el destino. La fatalidad de saberse desgraciado “no
debe provocar un sentimiento de desesperanza o resignación, sino un
profundo sentido ético de nuestro yo en su radical dependencia de
los otros”. Crithley, en clara oposición con la filosofía del
humor desbocado de su colega Zizek, como muy bien anota el responsable de este volumen, Ramon del Castillo,
defiende que la tragedia griega representa “una
invitación a pensarnos a nosotros mismos”.
La tragedia, como
sucesión de acontecimientos fatales, dibuja un escenario, el
escenario del escepticismo que, a la postre, no es posible dominar. Y
esa es su mayor virtud. Ante la
imposibilidad de modificar el curso de los hechos lo mejor que
podemos hacer es tomar consciencia de los otros y de nuestra íntima
imbrincación con ellos. “La tragedia da voz a lo que sufre en
nosotros y en otros”. La tragedia de Critchley se yergue así como
una defensa de la ambigüedad moral, la incapacidad para la acción,
la necesidad de la obsesión inútil, en definitiva, todo aquello que
somos y que ha sido ocultado por toda la historia del pensamiento
occidental desde el momento en que Platón y Sócrates expulsaron del
ágora pública a los poetas por su incapacidad para fijar un
ordenamiento claro y sin aristas de lo que debería ser el buen hacer
y una buena organización social.
Y es que la tragedia
griega tiene mucho que ofrecernos aún. Algo que demuestra la
interpretación en clave edípica de la crisis de la Eurozona, primer
excurso de esta pequeña presentación, o la explicación de la
política de la venganza que ha dado el siglo XXI después de la caída de las torres
gemelas. La tesis de Critchley es que la tragedia nos obliga a ser
humildes y a optar, no tanto por la violencia y la
retribución, sino por una ética no violenta de la compasión, la
única capaz de re-estabecer la armonía necesaria para
detener la espiral violenta que, por principio, no cesa si se la
alimenta.
Padecer la verdad en vez
de suplantarla con decisiones humanas que solo hacen que agrandar la
inercia destructora es aquello que Critchley nos pretende recordar
con su vuelta a los griegos. Sin embargo es nada más provocativo
para el mundo en que vivimos que la aceptación ignorante de aquello
que nos espera. Vivimos en un mundo colonizado por el ánsia de
dominación, obsesionados por transformar todo aquello que tenemos
delante según nuestros propios intereses. Somos Edipo sin darnos cuenta. Cuando Edipo
termina por asesinar a su propio padre y procrear con su propia madre
lo hace cegado por su ánsia de control. Recordemos que el oráculo
profetizó todo aquello que le esperaba, pero él en su desmedida
(hybris) intenta dominar el destino que le espera con todas sus
fuerzas, fuerzas que, como un bumerang terminan por convertirle a él
en el objeto trágico por definición. “Edipo, el solucionador de
enigmas, termina convertido en un enigma”. El intento de control,
la falta de medida, el rechazo de toda humildad lo llevan a no ser
capaz de ver lo que está sucediendo con su propia vida.
Nadie puede saber que
hubiera pasado si Edipo, por el contrario, hubiese aceptado su sino
y, por ejemplo, no hubiese vuelto a su lugar de orígen, quizás la
tragedia se hunde más allá de donde Critchley nos invita a pensar.
Sin embargo, hay aún una última idea en este breve texto que
debería hacernos reflexionar: dejarnos engañar por el destino nos
convierte en seres moralmente superiores. Si observamos a la luz de la historia de la filosofía
esta sentencia nos damos cuenta que desde Sócrates cualquier tratado
de filosofía ha intentado por todos los medios alejarnos de la oscuridad del engaño proponiéndonos la luz del
orden perfecto, la luz divina o, finalmente, la luz de la razón como
método infalible para seguir avanzando como humanidad. De
esta actitud se derivan ideas tan relevantes para el
mundo contemporáneo como la idea de progreso, de evolución o de
actualización constante. Algo que, según la perpectiva griega nos
convierte en perfectos héroes trágicos. Somos aquellos
que no aceptamos nuestro destino y dedicamos todas nuestras fuerzas a
enfrentarnos a él, algo que nos convierte, en último término, en
enigmas de nosotros mismos. “La filosofía, según esta imágen, es una
negación de la lamentación y de la experiencia de dolor y rabia que
moran en el corazón de la tristeza”.
La apuesta de Critchley,
por tanto, es el abandono de la razón dominadora, de la Razón con
mayúsculas, y el reconocimiento de que todo razonamiento “es
siempre un proceso de frágil negociación en medio de un mundo
irreductíblemente violento”. La auto-conciencia del fracaso, la
vida entendida como espacio de encuentro entre las diversas maneras
que existen de interpretar lo bueno, es el campo de batalla en el que
estamos expuestos y del que Eurípides nos habla con claridad
pristina en todas sus obras. Es por ello que es éste, el poeta
trágico menos valorado, quien Critchley recupera con la intención
de darnos una lección de ética y política imposible de pensar
desde las categorías modernas. Volver a los clásicos para
comprender una nueva lógica del afecto, he aquí la exigencia que
Critchley reivindica.
El librito se acompaña
de una conversación con Tood Kesselman donde se repasan en forma de
diálogo las principales preocupaciones de Critchley sobre esta
cuestión. En un momento de la misma Kesselman, doctorando de la New
School for Social Research, pregunta: Entonces, ¿sólo podemos
ser o un neurótico moderno o un gilipollas antiguo? Exacto.
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